La propagación de un video grabado con cámara oculta al delegado gremial de la empresa Artes Gráficas Rioplatenses (AGR, Grupo Clarín) reactiva el debate sobre el uso y difusión de grabaciones realizadas sin el consentimiento de sus protagonistas. El caso no es aislado. Otros medios, estatales y privados, emiten cámaras ocultas, lo que suscita interrogantes sobre su legitimidad en el periodismo.
Hace tres décadas, planificar una cámara oculta requería de instalaciones y equipos pesados, de una gran logística. La miniaturización de las cámaras de video, al punto de incorporarse a los teléfonos móviles (la tecnología informacional con mayor presencia en la Argentina), su ubicuidad y disminución de costos permiten que hoy grabar (y ser grabados) sea accesible. La tecnología, una vez más, evolucionó con mayor velocidad que la reflexión sobre sus usos sociales.
Un rasgo ineludible de la cámara oculta es el engaño: se necesita engañar a quien se captura para descubrir un comportamiento antagónico del que esa persona, convertida en personaje, sostiene públicamente. En la sociedad que consume la cámara oculta habita una certeza sobre la disociación entre el discurso y la práctica.
Ahora bien, el engaño se justifica cuando es el único método para denunciar violaciones a derechos básicos. Es el caso del cura Julio Grassi, condenado por la Justicia por abuso sexual y corrupción de menores, quien fue investigado por un equipo de Telenoche conducido por Miriam Lewin, que empleó, entre otras técnicas, la cámara oculta en 2002.
Otros fines necesitan otros medios: a diferencia del caso Grassi, en el paisaje audiovisual abundan las cámaras ocultas ya no como técnica sino como estrategia delatora. Fuera de una investigación periodística (cuyos tiempos son largos), la cámara oculta aspira al efecto inmediato. La cámara oculta es, en este sentido, económica. Expresa la modificación de las rutinas productivas audiovisuales en las que se resigna profundidad analítica, obviamente más costosa.
El inmediatismo de la cámara oculta está generalmente ligado al escarnio del personaje escrachado. La ambición de la cámara oculta es escandalizar. Para ello, el material suele ser editado para su amplificación. La edición es, en muchos casos, extorsiva: si determinadas condiciones planteadas por quien ocultó la cámara no se cumplen, éste puede entonces dar a conocer el resto del video, que podría comprometer (aún más) al personaje capturado. Alterar, a través de la edición, el contenido completo del material grabado impide a la audiencia conocer el contexto en que se realizaron las tomas.
La cámara oculta urdida por empleadores del principal multimedios del país contra un delegado gremial y presentada, paradójicamente, como una extorsión de este último, tiene elementos en común con otro famoso video que propagó el programa 6, 7, 8 en el Canal 7, de gestión estatal, contra un columnista del diario La Nación en octubre de 2009. A pesar de sus antagónicos posicionamientos políticos, tanto el principal grupo multimedios como la televisión oficial les negaron a los escrachados (también ellos, ideológicamente refractarios) el derecho a su elemental defensa.
En ambos casos, la divulgación de la cámara oculta resultó contradictoria. Para la audiencia más identificada con el sesgo editorial del emisor, y dispuesta a la condena sumaria del “enemigo”, la cámara oculta confirma el supuesto sobre la maldad ajena, funcionando como refuerzo ideológico. Pero para quienes albergan dudas sobre el mensaje emitido por los medios, el video es un boomerang que activa sospechas de manipulación contra el medio que difunde la cámara oculta, erosionando su credibilidad.
Entre ambas cámaras ocultas hay, también, importantes diferencias. Mientras que varios conductores de 6, 7, 8 aclararon que su productor, Diego Gvirtz, incluyó el video sin darles aviso (agravando la responsabilidad de la emisora), no existieron voces disonantes entre los periodistas del Grupo Clarín frente a la cámara oculta difundida por el multimedios. A la vez, corresponde destacar que el video de Clarín tiene autoría en la propia conducción corporativa del grupo, en tanto que el de 6,7, 8 era anónimo.
La cámara oculta revela facetas recónditas del escrachado, pero también del escrachador: es muy elocuente acerca de sus métodos y sus escrúpulos. Pero la cámara oculta no es sólo un mensaje entre dos polos. Posee, además, un efecto disciplinador entre quienes consumen el video, interiorizando en ellos pautas de comportamiento “correcto” ante la sospecha latente de poder convertirse en próximas víctimas. Eso incrementa, en la audiencia, la represión del albedrío al saberse vigilada. Y generaliza el estado de recelo y desconfianza. Diríase, si el término no estuviera sobrecargado, de “inseguridad”.
* Doctor en comunicación. Universidad Nacional de Quilmes, Conicet.
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